El desarrollo y uso de la neurociencia avanzada e innovadora, la neurotecnología y algunas formas de inteligencia artificial (IA) han puesto de manifiesto posibles amenazas a la condición humana, incluidos los derechos humanos. Tomando esto como premisa, en abril de 2017, en el artículo “Towards new human rights in the age of neuroscience and neurotechnology”, científicos propusieron el reconocimiento de una serie de derechos para proteger al ser humano de los efectos negativos que pueden surgir tras la aplicación de las neurociencias. En noviembre de ese mismo año, otro equipo de investigadores publicó en la revista Nature el artículo “Four ethical priorities for neurotechnologies and AI”, que sirvió de base para que, en 2019, surgiera la NeuroRights Initiative desde el Centro de Neurotecnología de la Universidad de Columbia. El resultado ha sido la propuesta de la reconceptualización o creación de derechos humanos para abordar cuestiones específicas del cerebro y la mente (neuroderechos): el derecho a la identidad personal, el derecho al libre albedrío, el derecho a la privacidad mental, el derecho al acceso equitativo a las tecnologías de mejora y el derecho a la protección contra sesgos en los algoritmos.
Al igual que ocurrió con la revolución genética y genómica, este auge ha generado discusiones éticas y legales sobre cómo proceder con una regulación adecuada que maximice sus ventajas y minimice sus riesgos. Estas propuestas han tenido un impacto en la normativa internacional. Por ejemplo, una reforma constitucional en Chile, un proyecto de ley penal en Argentina, una ley de bioética en Francia y una Carta de Derechos Digitales en España. También han llegado a organismos internacionales, entre los que destacan la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de los Estados Americanos (OEA).
A pesar de este aparente éxito, no faltan voces críticas que advierten a los defensores de los neuroderechos que piensen rigurosamente sobre cuál es la mejor manera de afrontar posibles reformas. Una de las cuestiones clave en este sentido es distinguir si los neuroderechos serían derechos de novo o consistirían más bien en reconceptualizaciones de derechos humanos sólidamente establecidos como la libertad de pensamiento, la privacidad, la no discriminación, etc.
Los derechos humanos existentes dibujan varias capas de protección alrededor de la persona. La capa básica está formada por los derechos a la integridad corporal y psíquica, así como el derecho a la intimidad que, en conjunto, abarcan las interferencias a través de las neurointervenciones y la neuroimagen. Cabe destacar que esta protección es integral y abarca todas las interferencias tecnológicas que interactúan directamente con el sistema nervioso central (SNC), el modus operandi de las neurotecnologías de hoy y de mañana. En consecuencia, todas las interferencias neurotecnológicas sustantivas caen en el ámbito de los derechos establecidos. Sin embargo, los derechos que constituyen este nivel básico de protección pueden verse superados por una serie de derechos e intereses compensatorios.
Considero que reconocer jurídicamente los neuroderechos como nuevos derechos humanos no es más ventajoso que la interpretación de los derechos humanos establecidos. Es decir, no es necesario crear “nuevos” neuroderechos, pero sí ampliar las especificaciones de los derechos aplicados a las nuevas intervenciones sobre el cerebro. Por ejemplo, con respecto al derecho humano a la libertad de pensamiento y al derecho humano propuesto a la libre determinación mental, es más convincente evolucionar la
interpretación del primero mediante una observación general, un protocolo o un documento de derecho indicativo, que introducir un nuevo derecho humano a la libre determinación mental. Esto es un claro ejemplo de que la introducción y la evolución de los derechos humanos están entrelazadas, y la introducción de un nuevo derecho humano a la autodeterminación mental, por ejemplo, en una declaración de derecho indicativo, probablemente también evolucionaría la interpretación del derecho a la libertad de pensamiento.
El avance de aplicaciones como los metaversos, que incorporan interfaces cerebro-máquina a través de diademas, crea experiencias inmersivas donde la línea entre los mundos real y virtual se desvanece. Esto tiene repercusiones significativas en el ámbito de los neuroderechos. En estos entornos virtuales continuos, se registra abundante información sobre la actividad cerebral de quienes los utilizan. Además, estas aplicaciones pueden alterar la actividad psíquica de los usuarios, llegando incluso a generar simulaciones sensoriales tan absorbentes que inducen la sensación de habitar un mundo paralelo. La huella digital de estas experiencias representa un registro extraordinario de la actividad consciente e inconsciente del cerebro humano y sus funciones neurológicas. Dado que la conexión entre el desarrollo de interfaces y los avances en neurociencia es invasiva para el cerebro humano, se requiere una regulación específica para proteger los derechos relacionados con la mente y la individualidad.
Las implicaciones éticas y las posibles amenazas que menciono sugieren la necesidad de una regulación integral para proteger el cerebro como un tesoro sagrado que alberga la actividad psíquica fundamental para nuestra identidad humana y esencia individual. El despliegue de aplicaciones neurocientíficas afecta la esencia misma de lo que significa ser humano y tiene implicaciones sociales que trascienden a los individuos que las utilizan. Por lo tanto, no podemos basar su adopción únicamente en el consentimiento individual.
Análogamente, así como la ley prohíbe la venta de órganos o la esclavitud, incluso con consentimiento, debido a que afecta la dignidad humana, la sociedad debe tener la legitimidad para establecer límites en el uso de estas tecnologías. Además, existen otras razones por las cuales el consentimiento individual no es suficiente para permitir la adopción de aplicaciones neurotecnológicas: a menudo, este consentimiento se basa en un entendimiento limitado de las profundas implicaciones de su uso, y las propias aplicaciones podrían sesgar o afectar el consentimiento, invalidándolo.
Los progresos en neurociencias y la intensa competencia geopolítica y corporativa en este ámbito hacen necesario abordar estas iniciativas regulatorias de manera urgente. Estas regulaciones no solo deben definir los mecanismos de protección de los datos extraídos de un órgano tan delicado como el cerebro humano, sino también establecer límites para la implementación de interfaces, su experimentación, condiciones de uso y objetivos.
El precedente regulatorio que condiciona y limita la manipulación genética puede servirnos de ayuda. No en balde, la importancia del ADN y del cerebro son semejantes a los efectos de proteger los fundamentos éticos esenciales de lo que entendemos por la dignidad humana. Para ello es insuficiente hablar de recomendaciones para la industria que definan un conjunto de intenciones que fijen el camino deseable o facilitar un marco de autorregulación. En cualquier caso, esta regulación no quiere impedir la investigación en neurociencia ni prohibir la neurotecnología. El objetivo no es otro que fijar límites regulatorios que la encaucen y doten de un marco que favorezca, como sucede con la investigación genética, desarrollos que respeten las implicaciones éticas y eviten las amenazas potenciales sobre el cerebro humano.
Insto a considerar proactivamente la inclusión de consideraciones y preocupaciones transnacionales, interculturales y contextuales para enriquecer el discurso global. Esta inclusión no implica respaldar el relativismo ético, sino más bien promover una comprensión universal de conceptos y preocupaciones fundamentales. Al incorporar perspectivas contextuales y culturales, podemos anticipar las preocupaciones globales que podrían surgir durante el desarrollo e implementación de los neuroderechos. En consecuencia, cualquier marco normativo ético y jurídico para el uso transnacional y traslacional de la neurociencia avanzada, la neurotecnología y ciertas formas de IA debe ser responsable, respetuoso e inclusivo. Esto no solo se aplica a los derechos humanos y las libertades fundamentales, sino también a la diversidad cultural neurocognitiva.
Doctor en Medicina.
Máster en Bioética por la Universidad Católica San Antonio de Murcia, España.