Mujer, migración y sociedad

Actualmente asistimos a un incremento mundial de los desplazamientos humanos, un hecho que revela las desigualdades de recursos y oportunidades que se dan a nivel global y que, según la proyección de organismos internacionales, tenderá a incrementarse por los efectos del cambio climático.

Para ilustrar la complejidad del fenómeno en cifras, encontramos que en registros del 2020 había en el mundo cerca de 281 millones de migrantes internacionales, un número que equivale al 3,6% de la población mundial, conforme estimaciones de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de las Naciones Unidas. Un dato que nos evoca la acertada apreciación del Dr. Achotegui, destacado psiquiatra español dedicado al trabajo con población migrante, quien contribuye a dimensionar este fenómeno ilustrándolo como “el sexto continente” o “continente móvil”. 

Un territorio figurado en el que se libra la lucha singular por aquello que se deja, por las ilusiones y promesas que sostienen el desplazamiento, hablamos de un transe que implica muchos duelos y el esfuerzo por la adaptación a un nuevo contexto en el que los desafíos son muchos, lo que pone a prueba los recursos emocionales de las personas y donde muchas veces se repiten con renovado dolor aquellos dramas y estigmas de los que se pretende huir. Una realidad que impacta en forma desigual según el género y que quienes nos dedicamos a trabajar con población migrante constatamos a menudo. De allí la urgencia de lanzar la reflexión hacia la sociedad en sentido amplio.

En este marco, y retomando los datos estadísticos, encontramos un marcado incremento del porcentaje de mujeres migrantes que asumen la travesía no solo como forma de reunirse con familiares o buscar nuevas oportunidades para mejorar la calidad de vida, sino como forma de huir de la violencia física o simbólica.Realidades que condicionan e interfieren en el proceso migratorio, ya que posiciona a estas mujeres en situaciones de acentuada vulnerabilidad, quedando expuestas a la perpetuación de las condiciones de las que huyen.

Y es que, a pesar de encontrarnos en un momento histórico de lucha y reivindicación por la igualdad de género, las condiciones estructurales que sustentan las desigualdades aún resultan piezas inconmovibles de un sistema que reproduce exclusión, prejuicios y estigma. Circunstancias que se ceban con la mujer migrante, más aún en los casos de estancia irregular en el país de acogida, poseer escasos recursos, tener familiares a cargo o por pertenecer a grupos minoritarios. Embates de la realidad que complejizan la elaboración del duelo por lo dejado y que contribuyen al riesgo de la idealización de figuras o instituciones que pueden aparecer como “respuestas” para paliar los padecimientos, pero que sin embargo pueden resultar en vínculos de abuso de poder o reducción a la servidumbre o hasta explotación sexual con fines de trata, encontramos ejemplos sobrados de estas circunstancias en las sectas o en las “agencias de empleo” que solapan estafas y fines inescrupulosos.

De allí la importancia de divulgar estas realidades y contribuir a la generación de espacios de apoyo y contención a este colectivo. Formas posibles que contribuyan a mitigar la soledad e incertidumbre, dos de las principales quejas que surgen en consulta, muchas veces vinculadas a aspectos cruciales como, por ejemplo: la conciliación laboral-familiar en un contexto carente de redes de apoyo, el cuidado de la salud en situación de enfermedad y las fantasías de riesgo físico asociadas. 

Y es que sucede que cuando los paradigmas de cuidado son diferentes, se activan defensas muy primarias respecto a la propia autoconservación, hecho que muchas veces puede comprometer la adhesión a los tratamientos indicados por los proveedores locales de salud. 

Otro aspecto sensible surge respecto al maternar lejos de casa, sin el apoyo de las figuras de referencia del grupo social de pertenencia y la interrupción de la transmisión de saberes tradicionales. Es común en estos casos que las fantasías de retorno se presenten, el “paraíso perdido” emerge con intensidad, complejizando el proceso de adaptación y dificultando la posibilidad de delegar el cuidado de los hijos, con el impacto que eso representa para el infante y la familia.

En este sentido, otro punto de dolor suele darse en los casos en que se migra sola, dejando hijos en el país de origen, hecho que puede cargarse de culpas y reproches y en el que pesan los estereotipos y mandatos sociales respecto a los modelos tradicionales de familia. En todo caso, y si el malestar se torna inabordable, es aconsejable buscar ayuda profesional o redes de apoyo para sobrellevar las circunstancias de malestar de toda índole. El poder acercarse a instituciones o grupos de connacionales suele ser de gran ayuda para establecer puentes entre la diversidad cultural y, de ese modo, propiciar la adaptación y construir recursos y herramientas de afrontamiento para sobrellevar el estrés aculturativo. 

En otro nivel del abordaje de esta realidad, nos urge como sociedad el trabajo de visibilizar el impacto psíquico y físico de los procesos migratorios, a fin de ofrecer espacios de abordaje, formación profesional y reflexión sobre el trabajo con este colectivo. 

En todo caso, el fin último tendría que apuntar a fomentar el empoderamiento de estas mujeres y el reconocimiento del gran aporte social que representa una labor conjunta de integración y promoción del bienestar. Hemos dado grandes pasos en este sentido, aún queda sendero por recorrer.