Recuerdo con nostalgia la primera -y única- vez que fui a practicar “pelota”, como llamamos al béisbol en República Dominicana.
Aunque logré “fildear” uno que otro “fly”, como paracorto no parecía tener potencial y, peor todavía, me pusieron un lanzador que “la ponía a millón”. Cuando venía a pasar el bate ya había sonado el impacto en la mascota del “catcher”.
Guillermo, aquel hombre dedicado a formar peloteros en mi añorado Guanal, intentó alimentar mis ánimos. Pero ambos nos encontramos con una muralla que tiró por la borda las posibilidades de inspirarme en “El Monstruo de Laguna Verde” o en los hermanos Villalona, quienes en Santiago Rodríguez y la región fueron comparados con los Alou.
El freno lo puso mi padre. Lo primero fue mi osadía de ir a aquella práctica sin haberle pedido permiso. Lo determinante fue que, para aquellos tiempos, él no alcanzaba a ver que ese deporte era una vía para ir mucho más allá de “cuerpo sano y mente sana”. Realmente estábamos muy lejos de que ShoheiOhtani lograra un contrato ascendente a 700 millones de dólares.
En suma, era preferible que ayudara en el conuco antes que estar en “cosas que no dejan nada bueno”. Hoy, y desde hace mucho tiempo, entiendo a mi padre. Pero también hoy busco-y comparto- algunas lecciones relacionadas con el sonado caso de un joven beisbolista: Wander Franco.
Como ha trascendido, este joven de 22 años es centro de un escándalo que, según entendidos en la materia, pone fin a su brillante y acelerada carrera en el béisbol de las Grandes Ligas. Sus vínculos con una joven (con edad de niña) han destapado un caso que incluye desde simples problemas familiares hasta lavado de activos o tráfico y trata.
El de Wander no es el primer caso de ese tipo. Tampoco, penosamente, parece que vaya a ser el último. Sencillamente, el asunto tiene algunas particularidades. No se trata de cualquier jovencito. Se trata de un jugador de Grandes Ligas. Pero no cualquiera. Se trata de quien, a sus veinte años, se convirtió en el jugador más joven en la historia del béisbol en lograr un contrato por 182 millones de dólares.
El banilejo campocorto de los Tampa Bay Rays, además de lograr ese hito, ostenta casa valorada en más de un millón y medio de dólares, en Tampa, Estados Unidos. También exhibe vehículos de marcas como Lamborghini, Mercedes Benz, Cadillac y Land Rover, entre otros lujos que “rompen ojos”. Y esos alardes de bienestar suelen generar problemas en sociedades como las nuestras, lo que ya había alcanzado a ver Epicteto cuando advirtió que “riqueza y poder reducen la libertad”.
En el otro lado del caso encontramos a una chica con una madre que la tuvo a una edad menor que la suya, con situaciones domésticas que han de llamar la atención y servir de espejo para cualquier familia, máxime en un tiempo en donde la incidencia mediática hace tanto daño.
En correspondencia con esa influencia de los medios, que ahora están en manos de gente que ni por asomo conoce las repercusiones de lo que hace, además de que no se interesa por saberlo, el camino para mal proceder cada vez aparece mucho más fácil. Para entenderlo mejor conviene volver a McLuhan, quien nos recuerda que “no es igual el impacto del periódico, que el de la radio o la TV, o el smartphone en la actualidad”. (Velásquez, Renó, Beltrán, Maldonado, & Ortiz León, 2018)
Sobran los datos, muchos falseados, que debieran reservarse para consumo íntimo. Abundan las infracciones de quienes, asumiendo como normal lo que está prohibido y penado en nuestro país, operan sin freno en redes sociales. Pululan epítetos y culpas. En fin, gente que, en unos casos por dinero y en otros por fama, hace cualquier cosa, le da riendas sueltas a lo que, en lugar de alimento para el morbo, debiera llevarnos a pensar ante el excesivo empeño por ostentar.
Quizás ayude recurrir a Gandhi y asumir como principio evitar a toda costa: riqueza sin trabajo, placer sin conciencia, conocimientos sin carácter, negocios sin ética, ciencia sin humanidad, religión sin sacrificio y política sin principios.