En “La vida: un relato en busca de narrador”, el filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur sostiene que una vida narrada es aquella que contiene todas las estructuras fundamentales del relato, destacando especialmente la interacción entre la discordancia y concordancia que la define. Esta aserción de Ricoeur puede encontrarse en argumentos que afirman que el infortunio humano es incompatible con la moralidad de corte liberal, así como en quienes atribuyen que la aversión ante el atropello de la dignidad humana encamina a la lucha por el progreso moral.
Si bien son observaciones agudas, involucran un “triángulo” descrito por el psicólogo Hank Robb característico de la ira, la cólera y el enojo de nuestro tiempo: etiquetar a las personas, demandar y reclamar prerrogativas. Por estas razones, y sobre todo por el tipo de relaciones humanas que se construyen en nuestras sociedades, el panorama de la justa indignación se ha tornado hostil como resultado de las implicaciones de sus “excesos” en sociedades cada vez más polarizadas.
Está claro que la dignidad humana no es una expresión clasificatoria vacía, sino que, por el contrario, constituye la fuente de la que derivan todos los derechos humanos básicos. Mas la indignidad adopta la forma de un acto contra el “efecto de sentido” de la dignidad, pues esta última solo se comprende cuando se visibiliza su violación y se socavan principios y valores que definen el comportamiento humano. Cuando se vulnera ese “efecto de sentido”, muchos se inclinan a atiborrarse del néctar de la justa indignación, revestida de un hálito de restitución y justicia distributiva que impulsa a una sensación de virtud aparente donde los “justos” atacan a cualquiera que no cumpla con sus estándares morales. Estas acciones provocan con toda frecuencia la deshumanización de quien o quienes son objeto de indignación.
La justa indignación, del griego némesis, es una virtud intermedia y particularmente notable. Para Aristóteles la persona de la sabiduría práctica (phrōnēsis) alcanza la virtud cuando se deshace de los lentes distorsionadores del vicio para ver (y actuar de acuerdo con) el “justo medio”, un punto entre dos extremos viciosos. Así, la indignación constituye un tipo de virtud intermediada por la injusticia o los errores morales que establece un contraste entre el bien y el mal, indicando una dirección en la que debemos tratar de movernos. René Descartes señaló que la justa indignación rara vez se presenta sola, sino que suele ir acompañada de la envidia o la compasión, aunque intenta no ser confundida con estas, aspirando a ser algo diferente, tal vez incluso algo superior.
Charo Lacalle, catedrática de la Universitat Autònoma de Barcelona, en su libro “(In)dignidades mediáticas en la sociedad digital” aclara que la indignidad no solo se trata de una cuestión de interés filosófico; las implicaciones de la indignación, y sobre todo de la justa indignación, también son de carácter histórico, jurídico y psicosocial. Lacalle aclara que, aunque la justa indignación no está vinculada a ninguna ideología o política específica, es utilizada tanto en grupos “progresistas” como “conservadores”, cada uno con sus propias “brigadas de intervención” dispuestas a realizar actos extremos convencidos de la justicia de sus causas.
No obstante, ¿es realmente posible que una emoción que convive con resentimientos, iras, furias y envidias pueda garantizar, en algún momento, una acción positiva, recomendable y virtuosa? Queda claro que quienes abrazan la justa indignación se basan en algún tipo de “percepción ética” que impulsa a enfrentar errores y a luchar por el cambio. Pero en ese sentimiento de justicia hay un lado oscuro que puede renegar del “justo medio” y crear una versión falsa de la virtud en la que el extremo se presenta como el ideal. Y es ahí dónde surge el conflicto en cuestión.
El ya mencionado psicólogo Hank Robb afirma que al igual que con las conductas adictivas en general, no importa qué tan bien la justa indignación funcione en lo inmediato, no funciona tan bien a largo plazo y tiene un costo, aun cuando no sea financiero. El costo, como señalé al principio de la reflexión, es el tipo de relación que se construye entre las personas, y cabe agregar que también entre nosotros mismos. Es decir, la justa indignación puede hacer que las personas se sientan demasiado orgullosas de su ira, lo que las lleva a ignorar las opiniones de los demás impidiendo el consenso reflexivo, tomando así la función de “droga de elección” que ofrece una sensación de superioridad moral.
Los excesos de la justa indignación contribuyen al origen del endiosado yo, el yo altivo y creador descrito por el filósofo español Carlos J. González Serrano en su libro “Una filosofía de la resistencia”. Se refiere a un yo que “se alza como el nuevo adalid desde el que —se cree ilusoriamente que— se puede salvar el mundo: la esperanza de la redención personal como ideología que oculta nuestras miserias y pesadumbres y que alimenta el desamparo del precariado emocional”. Esa exaltación del yo conduce a una tiranía emocional y moral a costa de la empatía. Una tiranía utilizada para derribar en lugar de construir, olvidando la delgada línea entre la ira virtuosa y la ira destructiva.
La justa indignación, por tanto, se transforma en tiranía cuando se utiliza para imponer ideologías, justificar el odio y la violencia, polarizar a la sociedad y abusar del poder. Mayormente es respaldada por narrativas preponderantes, el totalitarismo digital, la idioticracia y las garras del gobierno emocional, creando así un discurso de intolerancia. Estamos hablando de que los justos indignados parten de un agravio genuino y justificable, pero que corre el riesgo de convertirse en algo mucho menos sutil y mucho más peligroso.
¿Estoy afirmando que deberíamos ser indiferentes ante las injusticias? ¡De ninguna manera! Pero mayormente la respuesta a esta pregunta tan habitual se basa en la idea de que la única forma de hacerse escuchar o de tomar una postura es a través de la indignación. O, expresado de otra manera, que la única forma de actuar es alterándose o victimizándose ante todo estímulo.
El problema no está en las causas que necesitan amplificar la sensación general de que hay un mal que necesita ser corregido, ni en los cimientos del deseo sincero de hacer el bien en el mundo como transmite el mensaje de Martin Luther King y Nelson Mandela, mensaje que encuentra toda su pertinencia en un mundo que ha sobrepasado la confrontación de las ideologías y el totalitarismo conquistador. No se trata, entonces, de negar la acción, sino de ubicarla en el lugar que le corresponde.
El problema claramente radica en quiénes crean un “índice de compromiso” con su causa en el que se juzga como resultado del exceso de ira convertido en insignia virtuosa, como lo hacen los extremistas ideológicos o los movimientos de la “cultura de la cancelación”.
Los conflictos de la justa indignación, por tanto, requieren de mucha comprensión y paciencia, de resistencia y vigilancia. Consiste en una lucha ante los medios de comunicación de masas e ideologías que proponen como horizonte el consumo, el desprecio por los considerados más débiles o diferentes, la lucha contra la cultura, la amnesia general y la competencia a ultranza de todos contra todos dominados por el endiosado yo. No creo, como he aclarado, que éste sea el único aporte significativo que recoge la justa indignación. Pero sin duda, cuando esta se desborda, se convierte en una fuente de polarización y radicalización.
Tampoco parece raro que el tema de la justa indignación resurja no solo por razones económicas y sociales. A la luz de su memoria histórica sigue siendo poderosa y patente. Lo triste es ver a tanta gente siendo absorbida por un mundo que tiene poca o ninguna relación con una vida concienzuda de virtud. Las personas virtuosas ejercen moderación ética. No son crueles sin sentido. No indexan la dignidad intrínseca de las personas según el color de su piel, su cultura y sus creencias, su sexo y género o su condición socioeconómica. Lamentablemente ese es el escenario global que estamos presenciando.
Es cierto que existe una lucha histórica de justicia y de derechos humanos que está contra la corrupción de los gobiernos y empresas, la falta de acceso a servicios básicos como la salud y la educación, la discriminación racial y de género, etc. También es debido afirmar que estos problemas generan un sentimiento de impotencia y frustración en las poblaciones y que a menudo se traducen en protestas y movimientos sociales en busca de cambios significativos. La justa indignación es comprensible, pero es una herramienta poco útil y mal utilizada.
En lugar de cancelar a los demás por su propio bien —y, tal vez, por el bien común—, los virtuosos tratarán de comprometerse y persuadir, ejemplificando (en lugar de subvertir) los ideales que buscan promover.
Dejo un espacio abierto que permitirá abordar algunos de los temas más relevantes que conciernen a la justa indignación en el contexto de la naturaleza cambiante, fluida y volátil de la sociedad contemporánea. Es necesario desentrañar lo que hay dentro de esta realidad que aludimos al decir “justicia” e “indignación” para comprender nuestra vulnerabilidad y trascendencia humana. La premisa es que, si alguna vez ha de haber una “República de la Virtud” o una sociedad de virtuosos, no habrá lugar para los justamente indignados.
Doctor en Medicina.
Máster en Bioética por la Universidad Católica San Antonio de Murcia, España.