El síndrome del impostor y la inquietud ante el éxito

Éxito, reconocimiento y recoger los frutos de una trayectoria de trabajo son algunas de las recompensas más codiciadas en el repertorio de valores que se sostienen socialmente, pero ¿qué sucede cuando esas recompensas son recibidas con inquietud y una sensación de ajenidad, como si no nos perteneciesen? Como si en el fondo de uno mismo insistiesen la duda y el sentimiento de no ser merecedor de esas conquistas, incluso contando con los medios que las han posibilitado. 

En más de una oportunidad, a lo largo de nuestra vida, este tipo de cuestionamiento puede presentarse sin más, y esto forma parte de la autoobservación, del balance que cada uno pueda hacer de si mismo y su desempeño. Sin embargo, existen los casos en que la espina de la rumiación y la insistencia cala hondo para instalarse como una suerte de saboteador interno, una voz que susurra y cuestiona nuestras habilidades y logros derivando en ese sentimiento de “ser un fraude”, “un impostor”.

Esta es la descripción de lo que, desde la psicología, conocemos como síndrome del impostor, un fenómeno psicológico que se caracteriza por el persistente sentimiento de incapacidad, falta de creatividad y fracaso. El sujeto se siente un engaño, una farsa y, por lo tanto, el triunfo es vivido con inquietud y pena. Se trata de una vivencia paradójica que empalma el éxito con el fracaso, el desconcierto y la culpa. Sentimientos que parasitan silenciosamente a aquel que se encuentra afectado por este tipo de funcionamiento. Se trata de algo bastante frecuente de sondear, si se atisba la escucha y la observación de los componentes no verbales de la conducta: no olvidemos que el cuerpo habla más por nosotros que las propias palabras que proferimos.

Así, encontramos que este fenómeno afecta a un gran numero de personas en algún momento de su ciclo vital, pudiendo registrarse hasta en un 70% de la población.Siendo más prevalente en medios más competitivos, en los que la presión es la regla y no la excepción, y en los que la permanente comparación con otros acaba afectando la autopercepción y sentimientos de seguridad en uno mismo. El patrón de comportamiento es claro: dudas sobre las propias habilidades, bajas expectativas ante el propio desempeño y temor al fracaso que se convierten en una fuente de pesar y estrés, un conjunto de signos que puede dispararse al inicio de una labor desafiante para el sujeto o que represente un valor deseado. 

En este trabajo de poner palabras a los fenómenos que nos aquejan para poder identificarlos y conectar con vías de solución, es importante mencionar que cuando hablamos de síndrome del impostor no nos referimos a una patología, sino a un conjunto específico de malestares que desde 1978 adquirió esta etiqueta de la mano de las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes. Un paso importante que permitió rastrear ciertos patrones desencadenantes de esta presentación.

De ese modo, las causas se conjugan en una combinación de factores psicológicos, sociales y profesionales que van definiendo nuestra autopercepción y la valoración que hacemos de nuestras actividades. Es frecuente rastrear historias de una infancia marcada por profundas exigencias, comparaciones y una lógica en la que en ocasiones se asocia el éxito con ser querido. Entonces… A más logros, mayor garantías de ser apreciado, considerado, etc. Ese futuro adulto va construyendo un esquema de valor en el que vale por lo que consigue, no tanto por lo que es. Una economía de sentido que diezma la seguridad a largo plazo e instala la elevada autoexigencia característica de este síndrome.

En ese mismo sentido, el temor al fracaso por incumplir con esas exigencias externas que luego se hacen propias pasa a ser otra compañía silenciosa del autopercibido“impostor”. La validación interna se torna una tarea muy ardua cuando no se han contado con modelos o experiencias de valoración genuina, más allá de lo que pueda conseguirse o no.

En el trabajo clínico con estos sujetos, hablamos de una labor de hormiga que debe enfrentarse granito a granito para subsanar esa falta de reconocimiento, esa validación que no se posee porque se desconoce en lo absoluto. Siempre se ha visto desde fuera, en comparación con los demás, como si de una vidriera se tratase. Me atrevería a decir que detrás de todo “impostor” hay una infancia sobreadaptada, un esfuerzo desmedido por agradar y complacer que se actualiza en una vivencia dolorosa y permanente si es que no se emprende la vía del trabajo interno para construir la propia valía. Una construcciónque edifique una imagen interna consistente y garante de seguridad que nos permita tratarnos como a nuestro mejor invitado, respetando y aceptando límites y limitaciones. Aquellos límites que no se reconocieron en nuestra infancia, abrazar al niño que hemos sido es un primer gran paso para iniciar la salida de un circuito que a la larga se torna asfixiante y que en algunos casos puede devenir en cuadros complejos. 

Emprender ese trabajo de reconstrucción interna permite recibir los éxitos como lo que son, como el resultado de un recorrido, del esfuerzo y del valor que hayamos puesto en enfrentar un reto. Para el “impostor” estas circunstancias son siempre atribuidas a la casualidad o a la suerte, tachándose a si mismo en esa convicción, y desconociendo que “la suerte es donde confluyen la preparación y la oportunidad”, una fórmula de Séneca para cerrar esta columna, señalando la importancia de reconocerse en la potencialidad y elevar la autoconfianza y autoestima. 

Elementos clave para superar el síndrome del impostorque deben ser acompañados de dedicación y autocompasión. Un ejercicio para el que adjunto algunos consejos útiles para iniciar el recorrido:

Valora y reconoce tus capacidades y logros. Si tú no lo haces, ¿quién lo hará por ti?

Desarrolla una mirada autocompasiva. ¿Cómo le hablarías al niño/a que has sido? ¿Le exigirías demás sin reconocer sus capacidades? Tal vez esa vivencia te resulte familiar, por favor, no la perpetues y evita sufrimiento.

Atención con las metas. Es importante evaluarlas y ajustarlas a los recursos efectivos de tiempo, capacidad y disponibilidad emocional.

Rodéate de personas positivas que reconozcan tu valor y te aprecien por quién eres y no por lo que logras.

Por último, apuesta al autocuidado. Tenemos una sola oportunidad, nuestra vida es única y, en parte, el poder generar un entorno más ameno y agradable está en nuestras manos.  Sé tu mejor compañía, verás cómo esa voz exigente e impiadosa de a poco va dando paso a una versión de ti más realista, auténtica y capaz de reconocer en el éxito el reflejo de todas esas virtudes y fortalezas que te habitan. Adelante, haz la prueba. Prometo que vale la pena intentarlo.