En esta semana se conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Es la semana más importante en el año litúrgico de los cristianos, pues nos recuerda el inmenso amor de Dios por la humanidad. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5, 8). Frente a un ambiente afectivamente polarizado, sustentado en gran medidasobre la dinámica del odio y el resentimiento, la Semana Santa se proyecta como un tiempo propicio para reivindicar la ética cristiana del amor. Es una semana para reconocer, en los términos del Papa Francisco, «la dignidad de todo ser humano y de cuidar juntos nuestracasa común» (Cartas Encíclicas Laudato si’ [2015] y Fratelli tutti[2020]).
En este artículo, más allá de realizar reflexiones teológicas, se busca efectuar un breve análisis histórico-jurídico sobre el juicio a Jesús. Este proceso, desde una aproximación jurídica, fue completamente arbitrario e irregular, pues inobservó las garantías mínimas del debido proceso. Jesús fue condenado sobre la base de un populismo punitivoque apeló, sustentado en el miedo y las emociones sociales, a la imposición de la pena capital por supuesta sedición y traición.
Para poder apreciar las irregularidades en el proceso seguido a Jesús, es necesario tener claro que en ese tiempo coexistían las leyes hebreasy las leyes romanas. Jesús residió en la ciudad de Nazaret, en la regiónromana de Galilea (Lc 2, 39), y su linaje se remonta a Abrahán y al rey David (Mt 1, 1-17). De ahí que Jesús, en su condición de judío, estaba obligado a observar con su accionar ambos sistemas jurídicos. Jesús no vino a abolir las leyes romanas («dar al César lo que es del César» [Mt 22, 15-22]) ni tampoco a desconocer las leyes hebreas (Mt 5, 17-19).
Según las leyes judías, el sumo sacerdote era la máxima autoridad del pueblo hebrero. Entre sus atribuciones estaba la coordinación del culto y la enseñanza a los sacerdotes israelitas. El sumo sacerdote presidía el Sanedrín, órgano que ejercía funciones jurisdiccionales de cara a la violación de las leyes hebreas. En efecto, los romanos permitían a dicho órgano jurisdiccional juzgar las situaciones vinculadas con la inobservancia de las normas y principios que regían al pueblo judío. Sin embargo, el Sanedrín no podía imponer como castigo la pena de muerte, pues la potestas gladii era una facultad exclusiva del prefecto romano. Es justamente por esta razón que, durante el juicio a Jesús, los sumos sacerdotes replicaron a Poncio Pilato, entonces Gobernador de Judea, que «no podían dar muerte a nadie» (Jn 18, 31).
Jesús entró de forma mesiánica a Jerusalén montado en un burro (Mt 21, 1-10.). De esta manera, dando cumplimiento a las profecías (Is 62, 11 y Za 9, 9), Jesús anunció que era el Cristo, el ungido de Dios. Esta actuación indignó a los sumos sacerdotes y a los escribas. Desde ese momento, éstos intentaron engañar a Jesús para poder tipificar una violación a las leyes hebreas. Judas fue pagado por los fariseos para entregar y atestiguar en contra de Jesús (Mt 26, 14-16).
Luego de ser detenido, Jesús fue llevado a casa de Anás, suegro de Caifás, sumo sacerdote (Jn 18, 13). Anás no tenía facultad para interrogar a Jesús, pues, aunque era una persona muy influyente, había sido removido de su puesto como sumo sacerdote. El Sanedrín estaba dividido. Una gran parte de sus miembros eran leales a Nicodemo, quien había reconocido a Jesús como el mesías. De hecho, Nicodemo defendió previamente a Jesús advirtiendo a los fariseos de la irregularidad de detener y juzgar a una persona sin observar el debido proceso: «¿Acaso nuestra ley [refiriéndose a las leyes hebreas] juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?» (Jn 7, 51).
Para poder juzgarlo antes de la celebración de la Pascua judía, el Sanedrín sesionó irregularmente de noche. Jesús fue llevado atado a la casa de Caifás (Jn 18, 24), donde se habían reunidos los escribas y los ancianos. Los sumos sacerdotes buscaron dos falsos testigos con ánimo de darle muerte a Jesús (Mt 26, 57-61). Caifás interrogó a Jesús sobre las acusaciones presentadas en su contra y, en vista de su respuesta, éste señaló que no había necesidad de escuchar nuevamente a los testigos. Se asumió la respuesta de Jesús como una confesión de haber cometido blasfemia y se votó para imponer la sanción. A unanimidad: «Es reo de muerte» (Mt 26, 66).
Dado que Roma se había reservado la pena capital (potestas gladii), Jesús fue llevado al pretorio (Jn 18, 28). Poncio Pilato, prefecto romano, intentó liberar en varias ocasiones a Jesús por tratarse de una violación a las leyes hebreas. Jesús no había cometido ningún delito (Jn 18, 38 y Jn 19, 4). De hecho, frente a los cuestionamientos de Poncio Pilato, Jesús reconoce que su reino no es de este mundo, por lo que su misión no es conspirar contra el imperio romano (Jn 18, 36).
Poncio Pilato, intentando disuadir a los judíos, pone en manos del pueblo la decisión de elegir si soltar a Jesús o a Barrabás (Jn 18, 39). La multitud elige a Barrabás y presiona al prefecto romano para que condene a Jesús por traición y sedición: «Si sueltas a éste, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César» (Jn 19, 12). Poncio Pilato condena a Jesús a la pena capital por el escrache de los judíos (populismo punitivo) y lo entrega para que sea crucificado (Jn 19, 16). Jesús fue azotado y obligado a cargar con su cruz hasta el Calvario (“Gólgota”).
El proceso seguido a Jesús fue completamente arbitrario, pues éste, luego de ser presentado irregularmente al Sanedrín sobre la base de una acusación sustentada sobre falsos testimonios, fue condenado a la pena capital por un delito romano que, como bien reconoció en varias ocasiones el propio prefecto romano, no se subsumía en la conducta de Jesús. Éste fue condenado por la presión social de los fariseos que, sustentado en el miedo y en las emociones del pueblo, exigieron laimposición de la pena de muerte por supuesta sedición y traición. Un juicio que, desde un examen histórico-jurídico, es a todas luces contrario a las leyes romanas. En este proceso se desconocieron las garantías mínimas de un debido proceso.