En cualquier sociedad democrática, el Estado no es una maquinaria abstracta que funciona sola. Es un conjunto de personas, de ciudadanos investidos de poder y responsabilidad, cuya labor tiene impacto directo en la vida de todos. Desde el presidente hasta el funcionario más local, todos forman parte de un engranaje que debe girar en la misma dirección: el desarrollo y el bienestar colectivo.
El presidente de la República no gobierna solo. Su visión debe marcar la pauta de una administración coherente, con ministros, directores y alcaldes alineados hacia los mismos objetivos. Sin embargo, lo que hemos visto en la actual gestión del presidente Luis Abinader y que no es un mal exclusivo de esta administración es una preocupante desconexión entre instituciones. Como si cada funcionario operara en su pequeña isla de poder, con agendas personales o institucionales desconectadas del propósito mayor que debería unirlos: servir al país.
No se trata de impedir la autonomía que cada dependencia debe tener, ni de limitar la creatividad o la iniciativa de los funcionarios. El problema es otro: la falta de comunicación, de coordinación y de sinergia. Cuando los ministerios no hablan entre sí, cuando los alcaldes electos por voluntad popular no tienen canales fluidos con los ministerios, lo que se deteriora no es sólo la eficiencia del gobierno, sino la calidad de vida del pueblo.
El desarrollo del país no puede construirse desde compartimentos herméticos. Por ejemplo: Un Ministerio de Obras Públicas que no dialogue con el de Medio Ambiente puede hacer más daño que bien. Un alcalde que no logra canalizar recursos con el Ministerio de Educación o de Salud no podrá responder adecuadamente a las necesidades de su comunidad.
Ser funcionario público no es tener poder, es tener responsabilidad. Y en esa responsabilidad está el deber de colaborar, de sumar esfuerzos, de dejar el ego en la puerta de la oficina para abrazar el compromiso con la ciudadanía.
El llamado aquí no es un reclamo vacío ni una crítica con ánimo destructivo. Es la voz de un ciudadano que quiere ver a su país avanzar. Que cree en la institucionalidad, que respeta la democracia, pero que exige que las instituciones funcionen con sentido común, con humanidad y con visión de país.
La República Dominicana tiene todo para ser un ejemplo regional: talento humano, recursos naturales, una cultura rica y una democracia viva. Pero para lograrlo, necesitamos más que buenos planes en el papel: necesitamos un Estado que funcione. Y para eso, cada funcionario debe recordar que no trabaja para su institución, ni siquiera para su presidente. Trabaja para su país.