Inteligencia emocional humana, sí, humana

El avance de la IA nos ofrece un mundo de posibilidades pero también nos confronta a diversos desafíos, uno de ellos tiene que ver con un nivel de procesamiento que hasta hoy solo compete al humano y se torna más que nunca nuestra marca distintiva: las emociones en su función de regular y mediar las interacciones sociales, el poder anticipar las reacciones de los otros en ciertos gestos significantes. Un tesoro de nuestro legado evolutivo, de difícil desciframiento y que compone uno de los grandes debates en el campo del desarrollo y usos de tecnologías de reconocimiento facial, ya que estamos hablando de datos sensibles de nuestra privacidad. 

Así, el campo de las emociones y la inteligencia emocional humana se han tornado en los últimos tiempos un foco de atención por parte de las compañías desarrolladoras de IA, un bastión en el que se reconocen las ventajas potenciales que radican en la lectura de las expresiones faciales a gran escala para aplicaciones diversas, muchas de ellas limitadas por legislaciones específicas como la del Convenio de Protección de Datos del Consejo de Europa. En todo caso, nos estamos refiriendo a una dimensión que más allá de los embates de la IA cobra una relevancia insoslayable en nuestra vida y está presente desde el origen de esta. 

Nuestras emociones responden a mecanismos adaptativos de la especie, cuyas funciones primarias van desde expresar y garantizar el contacto afectivo inicial como soporte vital en los primeros meses de vida, al resguardo de la integridad que nos permite ejercer, por ejemplo, el miedo o el asco al ayudarnos a repeler alimentos o condutas que podrían ponernos en riesgo. En fin, el repertorio es amplio si sumamos las emociones básicas (miedo, tristeza, ira, alegría, sorpresa y asco) y las secundarias, que son aquellas que se apuntalan en las básicas y que responden a la complejidad de nuestra naturaleza social. En este punto podríamos referirnos por ejemplo a la vergüenza o a la agresividad, dos de las emociones que más dan que hablar en el pedido de acompañamiento emocional y entrenamiento de habilidades sociales. 

Y es que el gesto dice todo… sí, nuestras emociones van acompañadas de micro gestos involuntarios que componen un repertorio conductual y que, a pesar de que muchas veces se intenten enmascarar, pocas veces se logra. Justamente porque el correlato fisiológico de la emoción sigue otro sendero diferente al de la voluntad, y sino pensemos en cuantas veces nos ha delatado el rubor de nuestro rostro ante determinada situación, el “ponerse colorado”, sudoroso o incluso la risa involuntaria ante un evento sorpresivo y que no necesariamente sea gracioso.

Este es el campo de batalla por nuestra privacidad en el avance de la incipiente inteligencia emocional artificial y el aspecto que abre acalorados debates éticos respecto a su uso. El procesamiento masivo de datos biométricos de las expresiones faciales es un hecho y, si bien por un lado puede asistirnos en su funcionalidad de “detectar” la veracidad o falsedad de un testimonio, puede también entrar en un margen de utilitarismo intrusivo si es que la aplicación de estas tecnologías para sondear nuestros estados internos llega en algún momento a implementarse como contralor para el acceso a un empleo o, por ejemplo, como apoyo de selectividad de criterios excluyentes para otros fines.

Mención aparte merece la recogida de estos datos para lograr la emulación de nuestros gestos en áreas como la robótica, pero hoy no me detendré en este punto, sino en la inteligencia emocional humana, sí, humana… La necesidad que existe cada vez más respecto a transitar y gestionar nuestras emociones en una sociedad que aunque se presente hiperconectada comienza a desconectarnos del lazo social de, por ejemplo, entregarse al viejo código de leer una mirada en el arte de la conquista de una pareja. Este es un punto crítico de consulta en los últimos tiempos, el cómo se le muestra interés a otro en “formato real” por fuera de aplicaciones que permiten seleccionar partenaire en formatos tipo catálogos y en el que ya presenciamos “romances” con IA´s, realidades retratadas en el cine, como por ejemplo en la película “Her”, dirigida por Spike Jonze.

Una obra que ya se ve superada por la realidad, conforme lo que se va escuchando en los espacios de acompañamiento emocional. Cada vez se va complejizando un poco más el entendernos, el anticipar por el hecho de ponerse en el lugar del otro… Algo razonable si ya no se sabe quién es ese otro que está detrás de la pantalla e incluso si es que se trata de “otro” en el sentido de un congénere. Vemos como realmente el fortalecer y reivindicar nuestra inteligencia emocional se torna un ejercicio vital, casi imperioso. 

Y es que incluso el tiempo de esclarecer procedencias respecto a la producción y consumos culturales ha llegado, en un contexto en el que se torna cada vez más asistido el ejercicio de escribir y pensar. A modo de cierre, les cuento que hace unos días, al finalizar la edición de una publicación en una revista de artes, me sorprendí a mi misma firmando como humana, en el sentido más literal y esclarecedor del origen del material presentado. Un movimiento que si bien podía resultar un juego discursivo, o un broche peculiar, en realidad cobraba un sentido reivindicatorio de una condición propia de nuestra especie como lo es el crear valor estético a partir de la emoción, a partir de aquello que moviliza la existencia y que nos permite regular y mediar nuestros intercambios. Apuesta que considero fundamental para no perdernos como seres de palabra que somos, plasmar el pensamiento en escritura es uno de los mejores ejercicios de reflexión y autoconexión que existen, sondear la emoción, transitarla y refinarla para apuntalar el bien-estar con otros y con uno mismo.  Y es que, como dice el poeta Marco Antonio Campos: “Se escribe contra toda inocencia del clavel o el lirio, contra el aire inane del jardín, contra palabras que hacen juegos vacíos…”. “Se escribe”.