En estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir en Occidente, el concepto de democracia se utiliza constantemente para definir el deber ser de un Estado Social y Democrático de Derecho. La libertad es la punta de lanza que traza los límites necesarios para poder vivir en comunidad, un concepto central en nuestras constituciones.
Históricamente, grandes filósofos han definido el concepto de libertad. Para Aristóteles, es “la capacidad que posee el hombre de poder obrar según su propia voluntad”. Platón decía que “la libertad significa ser dueño de nuestra vida” y hablaba sobre “la noción de autodominio racional”.
John Locke situó la libertad por encima de todo, afirmando que si la libertad es un valor superior del que dependen los demás, debe ser el primero y más importante a la hora de organizar un Estado, su estructura política y su legislación. Las Naciones Unidas también reconocen este concepto, y en la Declaración Universal de Derechos Humanos lo sitúan por encima de cualquier otro valor, reiterando en su primer artículo esta prioridad.
Pero, ¿qué ocurre cuando se distorsiona el concepto de libertad? La respuesta la encontramos en el filósofo del siglo XX Karl Popper, quien mencionaba que “la libertad ilimitada de cada individuo se convierte en problemática, pues la libertad ilimitada de cada individuo se vuelve imposible para la convivencia de los seres humanos”.
Con estas palabras de Popper, entendemos la importancia de los límites y, sobre todo, de los mecanismos normativos o de costumbre que se encuentran preestablecidos en las normas no escritas de convivencia social y política. El desborde de las libertades lleva a la sanción, escrita o no, de conductas antimorales que atentan contra el orden democrático.
Por este motivo, en nuestro accionar político y social, necesitamos instituciones que velen por el cumplimiento de estas reglas, escritas o no, y que luchen por el restablecimiento o modernización de las mismas cuando la sociedad lo necesite. Entre estas instituciones están los poderes del Estado (Legislativo, Judicial y Ejecutivo) y los partidos políticos, que actúan como muros de contención contra las arbitrariedades y los posibles autócratas.
Pero, ¿qué ocurre cuando estos partidos ya no conectan con la sociedad o, peor aún, se olvidan de la necesidad del consenso para obtener soluciones ante situaciones de extrema urgencia social o nacional?.
Sencillamente, pierden la confianza del electorado y pierden el rol de representación otorgado por las masas que se adscriben a las líneas de pensamiento de cada partido. Esto se evidenció de manera visible y palpable en las últimas elecciones de nuestro país, donde solo un tercio de la población definió la mayoría de la representatividad de la nación con alarmantes niveles de abstención electoral.
Razones para justificar esta situación tenemos muchas, pero lo que debemos evaluar no debe circunscribirse solo a las estadísticas, sino al posible atraso que representa para la democracia dominicana este tipo de coyuntura. Nuevamente, repetimos un congreso de un solo color mayoritario, el mismo del Ejecutivo y en los gobiernos locales por igual.
Lamentablemente, esto no es nuevo y situaciones de este tipo llaman a la reflexión nacional antes de que sea muy tarde y posibles escenarios del pasado vuelvan a repetirse. No podemos olvidar las pobladas, las modificaciones constitucionales para la reelección electoral, las reformas fiscales que aprietan al contribuyente y un Estado que no termina de “cambiar” para hacerse más pequeño y eficaz, con un sinnúmero de normativas que llegan a la ridiculización del actuar del legislador, entre muchas cosas más.
Sin embargo, no podemos tirar la toalla ante un derrotismo incierto. Al contrario, es momento de ejercer el poder de la libertad que tenemos para educar a nuestras nuevas generaciones sobre la importancia del sufragio, el costo pagado para ejercer una libertad que no siempre fue una garantía, y, sobre todo, mejorar nuestro sistema de pesos y contrapesos que adolece de nuevos actores dispuestos a luchar más allá del “sueño dominicano” de buscarme “lo mío”.
Es momento de levantar la patria con un nuevo concepto de nacionalismo que vaya más allá del discurso vacío de invasiones foráneas y se acerque más al objetivo de mejorar nuestro ecosistema socioeconómico. Que surjan más empresas con identidad social, que el ejercicio ciudadano de predicar mediante el buen ejemplo sea la norma, y nos olvidemos de las figuras que promueven antivalores que en nada reflejan los principios por los cuales fue fundada esta nación.
No dejemos que la indiferencia y el individualismo maten nuestra democracia. No queremos vernos en el espejo de naciones del primer mundo que olvidaron los valores que crearon la base moderna, por la cual obtuvieron garantías y ventajas frente a las demás.