Una vez le escuché decir al maestro Osvaldo Cepeda y Cepeda que los locutores son colegas de Dios. Lógicamente, no solo yo, todos los que escuchábamos al legendario hombre del micrófono nos asombramos ante lo que, inicialmente, parecía sacrilegio.
Todo quedó completamente claro cuando el maestro Cepeda y Cepeda nos remitió al libro del Génesis, específicamente al capítulo 1, versículo 3: “Entonces Dios dijo: ¡Que haya luz!Y hubo luz”.
Con aquella alegoría ese maestro de generaciones provocó que yo conectara con otras partes del libro de libros. Mi mente viajó al fragmento contenido en Lucas, capítulo 1, del 26 al 28: “A los seis meses, Dios envió al ángel Gabriel a Nazaret, pueblo de Galilea, a visitar a una joven virgen comprometida para casarse con un hombre que se llamaba José, descendiente de David. La virgen se llamaba María. El ángel se acercó a ella y le dijo: —¡Te saludo, tú que has recibido el favor de Dios! El Señor está contigo”.
Aunque aquí solo he referido dos breves segmentos, como es sabido, se trata de parlamentos más largos. Pero resulta fácil encontrarlos y repasarlos cuantas veces se requiera.
Lo fundamental en este tema, así lo medité a partir de la alegoría inicial, es la relación entre una voz (lo que se dice) y lo que ocurre luego de su emisión. Lo fundamental, para expresarlo en términos populares, es cuan corto es el trecho entre el dicho y el hecho.
Es así como puede abrirse oportunidad para encontrar desde “bocaguá” o quien es “buchipluma namá” y hasta quien habla “pluma de burro” o “bazofia”, llegando hasta quien tiene “palabra de gallero” o alguien cuyas expresiones pueden escribirse “con tinta china”.
Si revisamos lo que ocurre en la actualidad, fundamentalmente ante tantas vías para difundir mensajes, parece más que urgente revisar la validez de aquella alegoría usada por Cepeda y Cepeda.
Resulta mucho más que oportuno recurrir a lo que llamó la atención a un estudioso estadounidense hace un poco más de un siglo, pero que sigue siendo verdad. Me refiero a aquel psicólogo y educador que sintió un reto ante el hecho de que, entre las palabras común, comunidad y comunicación existe mucho más que una simple raíz compartida.
Buscando, él encontró que “Muchos hombres viven en la comunidad en virtud de las cosas que tienen en común; y la comunicación es la forma por la que se hace posible el entendimiento humano y la asociación de las personas, es decir, la sociedad” (Dewey, 1916). Siendo la locución una modalidad muy generalizada de comunicación, Dewey tiene mucho para decirnos.
¿Cuánta gente que dice hacer locución toma en cuenta que su oficio incide grandemente en las posibilidades de poner contenidos en común y que eso determina lo que ocurre con la comunidad? ¿Hasta dónde demuestra esa gente que de verdad les importa que sea positivo para la comunidad eso que hace? ¿Se habrá dado cuenta esa gente de que posiblemente está “cavando tumba” para la comunidad, y con ello, la suya?
Quizás ayude a responder el filósofo uruguayo Roberto Blatt, con aquello de “verdad al peso”, en alusión a esa nueva “verdad” determinada por la cantidad de “me gusta”, de “repost” o de “comentarios” que genera un determinado mensaje.
Entre actuar con criterio de sostenibilidad, entendida más allá de lo ambiental, colocar al ser humano y su bienestar- aunque hay quienes proponen redefinir eso para que lo sea la biodiversidad, lo que creo muy válido, pertinente, oportuno y urgente- como centro de nuestras acciones, retomar el real valor de la verdad, y hasta aplicar el Triple filtro de Sócrates, son vías para afrontar los retos y desafíos de esta etapa.
Quizás sirva reaprender de Aristóteles y su Ética a Nicómaco, para encontrar un “punto medio” que nos ayude a lograr equilibrio entre ciertos placeres y la consecuente cuota de responsabilidad al momento de “ser voz”.
Celebrar el Día Nacional del Locutor debe servir para evaluar lo que se hace con un micrófono o frente a una cámara. Para ello resulta muy útil indagar sobre las consecuencias del modo en que se realiza el oficio y si empeora o mejora la vida de las personas.